Cada mañana es lo mismo. Las aves me gritan: “Arriba, que nada pasa”. Y el gato, en amorosa complicidad, me canta: “Déjame salir por ellas. Yo me comeré una cada día hasta que se acaben, para que dejen de molestar”.
Así es esta nueva rutina.
Después, todo el día espero, desesperadamente y sin esperanza, alguna señal tuya que me diga: “Aquí estoy. En mi pecho está reservado el espacio para tu alma”. Pero no sucede. Todo ese silencio tuyo, lo lleno con un ruido ensordecedor que me grita que estoy sola. Y luego me tumbo en la cama y cierro los ojos sin ganas de volver a abrirlos. Lloro por dentro, para mi. Me inundo para que la sal de mis lágrimas me seque el dolor de tu ausencia. Y en medio de la noche y sin razón aparente, me despierto con unas ganas ineptas de irme hacia ti, para de nuevo recorrer de tu mano todos esos lugares comunes que tanto bien nos hicieron y olvidar y hacerte olvidar tus errores y los mío, que no son pocos, pero que no eran tan grandes como para separarnos.
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