Miércoles por la tarde. Todo transcurre tranquilo en el Museo Interactivo Xoloitzcuintle. El día ha estado como siempre: visitas escolares con niños ruidosos, maestras (ruidosas) que exigen un servicio rapidito y de buen modo, papás que piden con E de exigir lo mismo que las maestras, además de pensar que el Xoloitzcuintle es una guardería.
En realidad, el Museo Xoloitzcuintle es un espacio creado para la difusión y enseñanza de la Ciencia y la Tecnología dirigido principalmente a los niños. Peero… Como a todos nos hicieron creer que la Ciencia y su hermanita Tecnología son dos monstruos que viven debajo de las camas y que salen justo el día que va a haber un examen, pues entonces nuestro trabajo está dirigido a todos los visitantes para enseñarles que éste par de monstruesas no muerden, no son malas y no fueron creadas para el deleite sádico de los profes reprobadores.
Pero la tranquila tarde, se transforma después de la llegada de un oficio (traspapelado por semanas en una oficina gubernamental) informándonos que al día siguiente tendremos la visita de un pequeño grupo escolar dividido en dos etapas: Por la mañana 240 niños y por la tarde, tan solo 160.
El primer pensamiento de todos, es reportarnos enfermos de una súbita enfermedad infecto contagiosa. Y es que ya sabemos lo que sucede cuando un grupo de esta magnitud visita el museo. Perdemos autoridad y autonomía de un modo automático.
Así que lo que resta de la tarde, el museo se convierte en un verdadero Mictlán. Ningún Xoloitzcuintle (o sea guía del museo), ladra y mucho menos aulla. Quizá por momentos breves, se puede ver pasando en silenciosa agonía a uno que otro Xoloitzcuintle valiente... Ooo perfectamente medicado con ansiolíticos que les hacen hablarse de tu con Bob Marley.
En palabras del Ingeniero B. Francisco Javier López Pinto; Coordinador de programas y Proyectos de la Dirección General de Ciencia y Tecnología de la Secretaría de Cultura de Colima: “En el estado de Colima, se han encontrado figuras en barro de perros xoloitzcuintle como si estuvieran bailando y su interpretación es que un perro viejo está transmitiendo sus conocimientos a un perro joven. Por lo que para nosotros el museo de ciencia xoloitzcuintle, representa un espacio en el cual se transmitirá conocimiento científico y tecnológico a todos los que lo visiten”. Por eso somos Xolos. Perros pelones a mucha honra. Aunque algunos se pasen de perros y de pelones, pero eso es otra historia.
Jueves 9:50 a.m. empieza el desfile de autobuses. La logística está preparada y nuestros ánimos tampoco… Digo, también. El “Coordineitor”, inicia la jornada formando los grupos: 4 de 60 niños cada uno, más 6 adultos que nos apoyarán en el control de los pequeños. La mitad de los niños son enviados una hora a los juegos del parque en el que está ubicado el museo. Entonces nos quedan 60 niños que entran a la función del planetario digital (de última generación o sea, lo más moderno en el país) y otros 60 que pasan al museo. De éstos últimos se hace una subdivisión de 10 niños por guía y el tiempo estimado de recorrido en el museo es de 45 minutos. Al final de este tiempo se hace el cambio de grupos: Los que estaban en planetario pasan a museo y viceversa. A partir de la entrada del primer grupo a museo, es cuando comienza la diversión.
Todo puede pasar cuando se juntan niños, ciencia, aparatos lúdicos y una sobredosis de glucosa en su sangre. En esta ocasión, viví la más desagradable de todas las experiencias que he sufrido desde que trabajo en el museo, hace un año y medio.
Tenemos un aparato llamado “Simulador de Huracanes”. Sirve para saber más o menos lo que se siente estar en medio de uno. Obvio, la velocidad del viento no es exacta, porque si no con un huracán de categoría 1, cuya velocidad mínima es de 119 km/h, todo el museo saldría volando, incluída la típica maestra robusta, que nunca falta en cada escuela que nos visita. Bueno, en esta ocasión, me metí con mi grupo y comencé a explicarles la fuerza del viento, cuando al cambiar al huracán de categoría 2, un hermoso engendro de Satanás, tuvo a bien soltar un aire. O sea echarse un pedo, pues. Si has estado en un elevador cuando a alguna persona se le afloja el vientre, quizá podrías entender una millonésima parte de lo que sentí en ese momento. Recuerda, estaba en el simulador de huracanes, que incluye un espacio pequeño y herméticamente cerrado y un ventilador. ¿No entiendes? Que el aire se recicla. Todos los que estábamos allí dentro, después de hacer cara de asco y querer salir corriendo a vomitar, miramos con odio a la pequeña reencarnación de chinche apestosa. Y el chamaco canijo nos retó muerto de risa, muy orgulloso de su hazaña. Mi Hulk interno me dijo: mátalo o cuando menos, patéalo, pero el recuerdo de las cuentas sin pagar que se acumularían si me quedaba sin trabajo, me lo impidió. Lo único que pude decirle fue: “Si vuelves a hacerlo, entonces yo lo voy a hacer también. Y entonces SI, vas a querer salir corriendo hasta del museo”. Al terminar el ciclo de 5 categorías de huracanes, 10 niños y una maestra-guía de museo, o sea yo, salimos medio mareados por el olor y apestando a tanque de gas mal cerrado.
Después de eso, no recuerdo más. El resto de la mañana trabajé en automático. Quizá fue que quise evadir mi realidad o que de plano, el efecto anestesiante del aire me dejo knock out. Y todavía faltaba la tarde…
A las 15:50, después de salir a comer (tiempo que utilicé para regresar a casa y darme un baño de agua y de perfume, para quitarme el recuerdo olfativo de Pepe Le Pu), regresé al museo. La dinámica fue la misma. Dividir los grupos, mandar a unos a planetario y otros a museo… Todo en orden. Cinco minutos antes de terminar el último recorrido del día, un niño, como de unos 6 años, decidió que era una excelente idea ahorrarle un viaje al Ratón Pérez (si, ese que les trae dinero a los niños a cambio de un diente) y diestramente, se cayó en el único lugar inimaginable para caerse. El primer peldaño de la escalera del volcán-resbaladilla. Como en cámara lenta de una película gringa, ví salir volando literalmente de la boca del pequeñito un par de dientes. La sangre no se hizo esperar y el grito del niño, pues tampoco. Era lo único que me faltaba para hacer de mi día algo completamentemiserable.com. Rauda y veloz con los reflejos que solo una madre puede tener, corrí con el chiquillo hacia el baño para darle una buena enjuagada y para que su maestra no se diera cuenta de mi hazaña. Resultó que el grito de la víctima de la resbaladilla no fue de terror, si no de alegría. Pérez le iba a traer $100.00 por cada diente y mi ágil mentecita de inmediato sacó cuentas y quiso hacer negocio: Si le tiraba los tres dientes restantes que traía flojos, podríamos irnos a michas con la ganancia. No. Por supuesto deseché de inmediato la idea. Así que después de lavar y secar con cuidado las perlitas del chiquitín, se las entregué envueltas en papel higiénico a la maestra, que me agradeció el hecho: Sus papis (del niño, no de la maestra), tenían más de un mes intentando quitarle los dientes, pero el no se dejaba.
Pero no todo fue horrible ese día. Una hermosa niña me quiso adoptar como su tía. Otro pequeño me llenó literalmente de dulces besos. Si, besos con sabor a dulce de fresa que tenía embarrado en toda la cara. Eso paga el cansancio y momentos infames de un día en el museo. Porque trabajar para niños es maravilloso. Los niños son perfectos, no importa su condición social, cultural o económica. Todos se maravillan en los mismos aparatos, gritan del mismo modo su alegría y hasta se comportan de la misma manera cuando por un día, los sacan de la escuela.
Esto es parte de lo que sucede en el museo de ciencia Xoloitzcuintle, donde cada mañana y cada tarde, un grupo de ocho guías, tenemos vida de perros. Y me gusta…
1 comentario:
No sé pero, a mi los niños entre más lejecitos, mejor! xD
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