jueves, 21 de agosto de 2014

JOSEFINA

Para Scherezada

Josefina siempre deseó enloquecer. Desde pequeña pensaba que ese era el mejor estado de la vida. Veía a los vagabundos que iban por la calle hablando solos y se sentía maravillada de lo elocuentes y congruentes que eran sus charlas con sus amigos invisibles. Lo único que no admiraba mucho, era su olor. Pero fuera de eso, cuando le preguntaban ¿Qué quieres ser de grande? Ella contestaba sin dudarlo: ¡Quiero ser loca!

Sus padres jamás quisieron llevarla con un especialista. Hubiera sido como darle gusto y razón. Pero se preocupaban por ella. A los 12 años, su padre intentó enseñarle algún oficio. Algo que la hiciera tener gusto por el dinero. Pero todo esfuerzo le salía al revés. Desde el principio, gastó su sueldo como ayudante en la papelería de la familia en comida para los gatos que vivían en el fondo del callejón, hasta que una redada de la perrera, la dejó sin amigos. Eso fue algo terrible para Josefina. Sintió con más ganas el deseo de ya ser grande. Y convertirse en loca.

El hecho de haber peleado con los de la perrera, la hizo merecedora de un castigo ejemplar. No solo por los sapos y culebras que salieron de su boca, si no porque sus padres debieron pagar una enorme multa por obtener el perdón para su hija. Josefina, en su enojo por defender a sus amigos felinos, mordió al trabajador de la perrera. Cuando al fin, después de mucho rogarle, decidió soltar al pobre hombre, una gran sonrisa iluminó su rostro al escuchar al lloroso caballero preguntarle mientras se sobaba el brazo: ¿Acaso estás loca niña?

El castigo de Josefina fue no salir de casa y no ver televisión. La verdad es que para ella, eso no fue tan doloroso, porque prefería estar acostada panza arriba que ver cosas sin sentido en la tv. Así que sin sufrir, tomó un ejemplar de la biblioteca de la familia. Cuál no sería su sorpresa, al descubrir que ese libro precisamente hablaba de un hombre que se volvió loco. ¡Su más grande sueño si podía hacerse realidad! Literalmente devoró esa joya que hablaba de las aventuras de Don Alonso. Tomó nota porque cada palabra era una enseñanza para su futura carrera y por primera vez en la vida, fue feliz. Ahora sentía que su vida si tenía un porqué y tanto fue su deleite, que leyó y releyó ese maravilloso libro. Cada vez que lo recomenzaba, se metía en un personaje distinto. Así que le toco ser Sancho, el Quijote, Dulcinea, Rocinante, y hasta uno de los molinos de viento. Por eso, cada vez el libro de Alonso el loco era nuevo. Sus padres no entendieron esta nueva excentricidad de su hija (nunca quisieron decirle locura para no alimentársela) de estar todo el día, si no leyendo, jugando al Quijote junto a su nuevo rebautizado perro: Migue (antes llamado “El Pulgas”). Pero pensaron que quizá no era algo tan malo después de todo.

Hasta que un día, Josefina salió de su cuarto y con seriedad llamo a junta familiar. De hecho, ella era la única de la familia que faltaba: papá leía el diario, mamá cosía un botón y Migue, dormía una deliciosa siesta. Josefina sacó un papel en el que tenía escrito lo siguiente:

“Mi querida familia. Yo quiero que sepan que durante este tiempo que he estado injustamente castigada por obrar en favor de la justicia, me dedique a leer lo que, a mi parecer es el mejor libro de todos en el mundo. Lo estudié al derecho y al revés tantas veces, que creo que ya me lo he aprendido de memoria. Y me ayudó a ver que no estoy equivocada en lo que quiero ser cuando sea grande”. ¿Saben que quiero ser cuando crezca?

-Loca-. Contestaron al unísono sus padres sin levantar los ojos de la labor que los ocupaba. -No. Ahora quiero ser escritora-. Y en esta ocasión, mamá, papá y hasta Migue la voltearon a ver. Después de unos segundos, cada quien regresó a su labor y fue mamá, en su gran sabiduría materna, pero continuando con los ojos clavados en su costura, la que atino a decir: -Pues eso viene siendo casi lo mismo...-

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