viernes, 16 de octubre de 2015

ATARDECER

Corrí por las casi obscuras calles de la ciudad, agradeciendo por el hecho de tener piernas. De poder disfrutar del paisaje de grandes edificios que crecen sin recelo y que me rodean, como queriendo protegerme de los rayos del sol de la tarde. Decidí que hacer deporte, era la forma ideal para olvidar las presiones de la vida diaria. Por eso comencé a correr. Para huir después del trabajo, para disfrutar de los paisajes que el sol iban dejando en las ventanas de los grandes edificios. Y en uno de esos momentos en que estaba embebida en la belleza, cuando tropecé con el.

Tomaba fotos. No imaginé que a alguien aparte de mi le gustara y apreciara el atardecer con paciencia y calma. Bueno, el lo hacía con paciencia y calma y yo lo hacía corriendo. Después de ofrecerle disculpa por haber chocado con el, nos presentamos. Sin darnos cuenta, comenzamos a caminar y a charlar de todo y de nada. Al anochecer, ya era cómo si nos conociéramos de toda la vida y no encontramos un motivo para no volver a vernos, así que desde ese momento, cada tarde pasamos juntos momentos maravillosos. No. Nada tenían que ver con amor. Sus gustos amorosos, eran los mismos que los míos y lo puso muy en claro desde el momento en que lo conocí. A mi tampoco me interesaba tener una relación con nadie, así que fue desde el principio, una amistad que se quedaría de esa forma.

Comencé a dejar de correr. Solo lo hacía para llegar más rápido al encuentro de mi amigo. Juntos observamos en calma el cambio de las estaciones y cómo se reflejaban en las ventanas de los grandes edificios. Ni siquiera la temporada de lluvia nos detuvo. Mientras los demás huían del agua, nosotros andábamos con paso lento sin dejar de charlar. Juntos celebramos la llegada de nuevos amores a nuestras respectivas vidas y lloramos su pérdida con desconsuelo. Rara vez nos hablábamos por teléfono y nunca faltábamos a nuestra cita vespertina. Sabíamos que debíamos encontrarnos, que necesitábamos hacerlo para seguir con nuestro paso a través del mundo.

Una tarde, todavía en la oficina, recibí un mensaje suyo. Lo único que decía la pantalla de mi celular, fue: “enloqueció”. Yo sabía a que se refería. Dejé todo y salí corriendo directamente a su casa. Su pareja, de quién sospechábamos un desequilibrio mental, le había golpeado a tal grado, que cuando llegué a su departamento, encontré un ser en el que difícilmente podía reconocer a mi amigo. Rápidamente lo llevé al hospital más cercano y hubo necesidad de quedarme dos días a su lado apoyándolo a curar sus heridas. De las físicas, se encargaban los doctores y enfermeras. Las que yo ayudé a curar, eran las emocionales, que fueron más hondas y que fue preciso suturar en diversas ocasiones, porque mi amigo creyó haber encontrado en esa persona al amor de su vida y fue un paso terriblemente difícil para el decidirse a que ejercieran acción penal en contra de ese monstruoso ser que no había respetado su persona.

Las únicas otras ocasiones en que no pudimos acudir a nuestra cita, fue cuando me casé y cuando mis hijos nacieron. Pero por supuesto, como mi amigo formaba parte importante de mi historia de amor, estuvo en primera fila en la iglesia para desearme felicidad eterna. En el registro civil, poco antes de casarme, me llevó aparte y me dijo: “Ya se que soy uno de tus testigos. Pero piénsalo bien y si no quieres casarte, no hay problema. Ahorita mismo paro un taxi y nos vamos de aquí a una cantina o a donde quieras”. Yo reí por su ocurrencia, pero con agradecimiento lo abracé hasta que llegó el momento de pasar a firmar el acta de matrimonio. El tomó las fotos de boda, las de la fiesta y se convirtió en parte de la familia. Mis hijos lo llamaban tío y mi esposo, cuñado. Era más que mi hermano, la parte de mi familia que nunca tuve cerca. Tan grande era nuestro cariño, que sin dudar, decidí llamar a mis hijos como el: La niña, Angela y el niño Adrián. Fue mi pequeño tributo a mi mejor amigo: Angel Adrián.

Nuestro cariño, creció con el paso de los años. Cuando encontró a su pareja ideal, también me convertí en testigo de su unión. Y poco antes de eso, decidí hacerle el mismo comentario que el me hizo años atrás: “Si no estás seguro, no hay problema. Ahorita mismo paro un taxi y nos vamos de aquí a una cantina o a donde quieras”. Era lo menos que podía hacer por el, corresponderle con el mismo amor que el me profesaba. Y el tuvo la misma reacción que yo: me abrazó con un cariño que solamente nosotros podíamos entender.

A pesar de nuestras respectivas vidas, continuamos creciendo y cambiando. El se convirtió en un fotógrafo de renombre y yo, en una escritora admirada en el círculo en que me desenvolvía. Muchos años después de habernos conocido, la pareja de mi amigo murió. Por supuesto, estuve a su lado para sostener su mano, para apoyarle en tan difícil momento. Mi esposo nos sugirió que viniera a vivir con nosotros, así que con alegría, mi familia aumentó a un miembro más. Fuimos muy felices estando juntos, ahora ya nada nos separaba: Vivíamos en un departamento tan grande, que allí mismo instaló su estudio.

Pasaron muchos años más y ahora me tocó a mi enviudar. Mis hijos han venido desde lejos para dar el último adiós a su padre. Mi Angela, con su esposo y su pequeña hija. Adrián decidió no casarse, pero asistió con la mujer con la que ha vivido los últimos cinco años. Se sienten tranquilos, porque saben que su tío, mi mejor amigo, está a mi lado.

No sé cuanto tiempo seguirá esta amistad. Creo que jamás en ésta vida podrá deshacerse. Hemos llegado a platicarlo y estamos seguros que, cuando los dos nos hayamos ido, seguiremos vagando por nuestras calles, admirando los edificios que han sido testigos de nuestra relación. Y por cierto, durante estos 40 años de amistad, nunca hemos dejado de salir a caminar. Es nuestro ritual, seguir siendo los mismos que, una tarde en la ciudad, se conocieron tropezando la una con el otro.

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