viernes, 16 de octubre de 2015

LA URBE

Dicen que la urbe se come a la gente sencilla. A la que trabaja con las manos, porque no tuvo otra opción y es lo que aprendió a hacer en el lugar donde nació. Porque es el oficio que les enseñaron sus padres, porque tenían que ayudar a la familia desde que supieron caminar.

Dicen que la urbe vuelve mala a la gente buena. A la que no tiene estudios, porque en sus vidas era prioridad el trabajo y suficiente con aprender a contar, leer y escribir. A la gente que no tiene un papel con un apodo legal como Licenciado, Arquitecto o Doctor enmarcado y colgado en la pared.

Dicen que la urbe arremete contra tu alma, la corrompe, la compromete. Se te va metiendo en las venas y transforma tu sangre en veneno que la vuelve negra, con un olor a humo de auto y sonidos de embotellamiento vial.

A mi, la urbe me vio nacer. En ella di mis primeros pasos hacia la escuela. Me vio correr a los camiones, ante las inminentes llegadas tarde por efecto del tráfico y la falta de auto cuando mamá aún no se animaba a manejar.

Y los pastos de sus camellones me sintieron cuando en varias ocasiones me senté a comer salchichas con mi madre y mi hermana, porque esa eran nuestras salidas y diversión cuando papá por fin decidió dar el paso y se fue de nuestras vidas. Entonces, a los nueve años, la urbe me vio convertirme más que en protectora de mi hermana menor, en su aliada, su cómplice, casi su otro yo.

El transporte público de esa urbe, me vio transformarme leyendo a Marx, Lenin, Mao, en una persona con ideales, que gritaba por ellos a la menor provocación. Que defendía lo que consideraba sus derechos y no permitía que no fueran tomados en cuenta. Así mi urbe fue testigo mudo de las marchas en que participé, de mis cantos al “dos de octubre, no se olvida” y del clamor “libertad a presos políticos”.

Pero la urbe de mi corazón, también me vio enamorarme. Cada semana de alguien nuevo, en cada ocasión de alguien distinto. Y cada uno, más desaliñado que el anterior, pero no por suciedad o moda, si no porque era nuestra modo de expresar que eramos distintos. Eramos artistas. La urbe también vio nacer esa inquietud en mi. Mis ansias o necesidad o necedad de expresarme por medio de la palabra escrita. Pero no las vio madurar. Porque tuve miedo de no ser suficientemente buena y de que la urbe, el gran monstruo, de un solo bocado me comiera.

Y me vio transformarme en alguien como cualquiera. Trabajar en una oficina, de lunes a viernes, de 8 a 6. Durante cinco años, esa fue la rutina. Salir temprano de casa, llegar muy tarde a ella. Perder mi identidad y hacerme una con la masa gris de personas que se arremolinan ante las puertas del metro. Que pelean por un espacio mucho antes de haber entrado a trabajar, por un empleo mucho antes de haber salido de la universidad.

Pero una lluviosa tarde de Julio, la urbe me vio correr al encuentro del amor. Conocer al hombre con el que pasaría mi eternidad, caminar al lado del que sería el padre de mi descendencia. Me vio huir a sus brazos cuando nadie quiso que nos casáramos y fue cómplice de la felicidad de mi propio cuento de hadas. Y una mañana, la urbe escuchó a mi esposo preguntarme si quería tener un hijo con el. Ese fue el momento de decidir: hacer una familia o quedarme a vivir en ella.

No huí de allí. Simplemente elegí la vida sencilla de un lugar un poco menos grande, sin tanta gente. Pero mi urbe, generosa como solo ella, cada verano me recibe como ha recibido a tantos otros, con los brazos abiertos y un lugar en su cada vez, más atiborrado entorno, un espacio para estar. Una oportunidad para ser. Cada persona en ella tiene esa oportunidad, aunque algunos no la hayan sabido apreciar.

Y la urbe, sin el menor asomo de celos, me dice: Aquí sigo. Creciendo a un ritmo alarmante para algunos, pero siempre con un sitio para ti. No importa que hayas elegido a mi hermana menor para crecer y ser alguien. Cuando te veo, me siento orgullosa porque yo te enseñé las bases de lo que ahora eres.

La urbe, no es un monstruo terrible que acaba con todo lo que se le acerca. La urbe es un ente con vida propia, por cuyas arterias corre la energía de los 8,851,080 de seres que la conforman. ¿Cómo no poder hablar de diversidad con ese número de personas? Si es una de las urbes más grande del mundo. Ella es una madre amorosa que no te retiene, que sabe dejarte ir porque tiene la certeza de que tu momento de emigrar ha llegado y es lo mejor para ti. Solamente eso.

Es la razón por la que no extraño la urbe. Porque ahora se que alejarme de ella fue la decisión correcta. Mi alma creció, obtuve el coraje suficiente para ser y gracias a eso, logré despertar a la escritora escondida en mi. Y no importa cuán grande sea el amor que siento por esta ciudad en que ahora vivo, porque aunque estoy lejos, mi corazón alcanza para aun amar a la urbe que me vio nacer.

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